Éramos distintos pero con un objetivo común. Nos gustaba la lucha y asumir riesgos y, entre medias, un par de besos tras un estandarte.
La injusticia era nuestra peor enemiga, solíamos terminar de forma justa con cada argumento en su defensa.
Él era como el Che que había liberado mi Cuba, o al menos, así me gustaba decirlo, pues a veces pensaba que él había sido la chispa que había despertado mi libertad. Crecí prisionera de miedos e inseguridades, pero él por fin me había enseñado a abrir la celda y tirar la llave.
El amor y la revolución, unidas en una misma bandera, creando un mundo que ardía de pasión. Pasión en mis ideas y en sus inquietudes. Pasión en cada voz por encima de la multitud y en cada puño en alto gritando por dignidad.
Corríamos delante de sirenas y luces rojas, para escapar del lobo que quería comerse nuestra ilusión, de aquellas que nos daban por perdidas, pero seguían pisándonos los talones para jodernos cada paso.
Lo mejor: íbamos a la aventura, tu rival eran los planes y yo enamorada del caos. Y nos daba igual qué gigante quisiese pisar nuestro pequeño huerto, pues la semilla de la rebeldía daba cada vez más fruto.
Bailábamos a ritmo de ska y gritábamos todas la letras que llevaban la palabra "revolución" que éramos capaces de aprender.
Caminábamos con paso firme, saltábamos acantilados y corríamos bajo la lluvia. Nunca teníamos miedo.
Sería una buena forma de morir, el morir peleando, pero morir no entraba en nuestros planes nunca trazados. Porque las luchadoras no mueren hasta que muere su lucha, y nuestra lucha no iba a morir hasta conseguir nuestro objetivo. Un objetivo que no moriría hasta que muriese el camino hacia él. Pero como él decía siempre "el camino que sigo es la esperanza que me das con tu forma de soñar". Y esa esperanza, sólo se perdería cuando se marchitase cada sentimiento.
Y lo nuestro, lo que sentíamos... ¡ay! No sé si sería tu droga, mi locura, o las pocas ganas de despertar, pero estábamos tan ciegos que creíamos que nunca iba a morir.