Y este folio virtual que no se acaba de llenar de palabras porque ya no me quedan.
Me gasté la tinta de cada bolígrafo con el que intenté escribir nuestra historia,
que permanecerá inexistente por no haberla escrito antes.
Nos faltó valor.
O dolor.
O ambas.
Y ahora nos sobran kilómetros y los regalamos por las esquinas
a los valientes que se atreven a escuchar nuestra odisea.
Cerrando bares, abriendo heridas.
Contando besos insípidos y versos escondidos bajo un vaso de vodka vacío.
No queda cerveza, me quedan cinco copas que intentan que mañana no me acuerde ni de ti.
Ojalá fuera tan fácil.
Ojalá la lluvia no me empapase de recuerdos efímeros.
Si eso es lo que somos al fin y al cabo,
efímeros.
Retales de tiempo perdido esperando encontrarnos,
con el único objetivo de perdernos otra vez en el desvío de una confesión nocturna.
Estamos condenados a avanzar hacia la nada
desde el día que lo quisimos todo,
pero no lo supimos mantener.
A nacer en un martes 13 y equivocarnos de día
para no tentar demasiado a la suerte porque aún no te conoce.
El día que lo haga dejaremos de andar con pies descalzos
que ya bastante mal nos va
sin pedirle al azar que nos joda más las cosas.
Confié en el amanecer otro domingo vacío para darle claridad a mis ideas
y ese día anocheció dos veces
para no darle oportunidad al sol de contarme tu secreto.
Por eso aún sigo preguntándome cómo haces que brille tanto tu ausencia.
Y de las cinco, tras escribir como con acuarela parte de nuestra historia,
me quedan dos copas.
Rezo porque algún día dos copas ganen a una espada.
Y me pueda quitar así el as que llevo en la manga desde esa noche.
Desde esa despedida en la estación.
Esa efímera despedida que hizo que, en diez segundos,
veinte años se tambalearan sobre sus propios cimientos.