Iba a escribir sobre otra cosa
y terminé, otro día más,
pensando en hablar de ti.
Y me enciende por dentro
porque es la tercera (o cuarta) vez que ocupas mis versos
sin permiso.
Pero no podía escribir de miradas sin nombrarte.
O sin al menos dejar que tu nombre se lea
entre líneas
como cuando escribía
queriendo
sobre ti.
No hace falta hablar para expresar.
Hay miradas que lo dicen todo.
Sobre todo cuando quieres decir lo siento.
Lo siento,
dos palabras tan simples...
y lo que nos cuesta pronunciarlas.
Es como si nuestra lengua se pegara al paladar
y nuestro cerebro se olvidase de cómo hablar en todos los idiomas que conocía.
En esos momentos, sólo juega la mirada.
Y eso da paso a nuestra historia, que siempre se baso en miradas.
Empezó con una mirada,
acabó con una mirada
y llegó la paz con otra.
Es esa última mirada,
cuando ves que ya no tienes derecho a opinar,
cuando hay otra persona al lado y tú ya no tienes un sitio.
Esa mirada es la que dice todo.
En esa mirada se encierra un "lo siento" enorme.
Pero no sólo eso,
esos ojos reflejan el principio y el final,
la ilusión, el cariño, las discusiones y los desprecios.
Personalmente,
no soy mucho de mirar a los ojos.
Dio la casualidad de que ese día lo hice:
mientras te levantabas de esa mesa,
y caminabas hacia esa puerta
me miraste,
y sin planearlo se cruzaron las pupilas.
Y lo vi todo.
Antes de que te marchases para siempre,
antes de que decidieses no volver y yo ni siquiera me diese cuenta.
Antes de tener que despedirte sin decirte adiós.
Justo a tiempo,
aprendí a mirar a los ojos para verlo todo.
Que nunca me dejaste de querer,
aunque lo negases a gritos.
Que siempre quisiste lo mejor para mí...
y te diste cuenta de que no eras tú.