jueves, 24 de diciembre de 2015

Latidos.

Te come la rabia, te puede el olvido.
Frío.
Sólo sientes frío.
Tu fuego lleva tanto tiempo apagado que no podría ser de otra forma.
La capucha cae hasta los ojos, los pantalones dejan pasar el viento por los mil agujeros con mil historias por contar. Pasos rotos que acaban atascándose en alguna grieta con la que no contabas.
Y llueve. Y la lluvia no cesa. O al menos no dentro de ti.
Escapar, que nadie sepa a dónde. Dejas que el corazón lata dentro pero sin que nadie lo escuche. Cuántas veces lo han oído y, cual cazador y presa, han disparado al vacío guiándose por el sonido. Y cuántas han acertado.
No vas a permitirlo más. Te ha quedado claro la última vez.
Hoy escaparás de verdad. Y contigo tu mecha sin encender, tus ganas acabadas y tus pies helados. Ya no te cazarán, pues llevas un antibalas. Y tu corazón no saldrá de ahí dentro, seguirá intentando no latir un día más. ¿Cuánto podrás aguantar sin vivir?
Sientes un golpe.
Calor.
De repente calor.
No habías pedido ni un día de sol y tienes un verano entero. A simple vista, bajo la luz, corres entre los árboles y pides clemencia. Pero la bala ya ha roto el chaleco.
Y no podías mantenerte en una cueva toda la vida. Por muchas rocas que pongas delante de ti. Por muchas corazas con las que te protejas. Hay chalecos antibalas que no pueden aguantar la fuerza con la que los latidos pretenden salir cuando se ha empezado a sentir demasiado.
A veces sólo queda dejarte llevar. No temas. No huyas. La rabia se acaba cuando llega el calor. Y cuando te han herido de bala sólo te queda esperar salir ileso. No te niegues. Es hora de abrir tu refugio. Es hora de aceptar que te han cazado. Que todo corazón tiene que latir hacia fuera alguna vez.

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