Dancé en mi interior entre mis cruces y mis apoyos, levanté la voz para cantarle a las flores que adornaban cada uno de mis pasos.
Descubrí nuevos corazones ardientes en cada esquina, la amabilidad de la gente, la amplitud del alma de los habitantes de aquel lugar. La tierra nueva que me daba la bienvenida, mientras veía a los viejos amigos llenar mi vida una vez más.
Me desperté viviendo un sueño de repente hecho realidad, ojos que reflejaban el color del mate, nervios, decepciones, risas, cosquilleos y sorpresas que recorren la ciudad.
Amigos del azar y casados con la aventura, mil viajeros se habían aventurado antes a descubrir su encanto y, ahora, entiendo por qué todos quedaban enamorados de este.
Nosotros también quisimos hacer de aquel hogar el nuestro, proclamándonos dueños de su alegría. Forasteros, rompiendo esquemas entre los parques y acabando tirando al agua nuestras penas en aquel puerto sin fin.
Y el obelisco presenciaba, desde las nubes, tristes despedidas que no dejaban buen sabor, escapadas impulsivas que le daban final a historias pasadas.
Temí quedarme enamorada de ese color tan especial que transmitía su cielo, mezclando un azul vivo y un blanco sedante sacados de una bandera.
Finalmente, me enamoré, pero de la simple idea de seguir viajando el mundo para poder contarle a cada piedra del camino cosas como esa. Cosas como lo bello que es Buenos Aires.
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