En la vida hay cosas que sólo suceden una vez
y yo las guardo como tesoros
bajo la llave del candado de mis recuerdos.
Miraba las estrellas como si en la inmensidad del cielo
fuese a encontrar algo nuevo
desde el otro lado del mundo.
Sonaba una canción que ya se hacía conocida,
a medida que la escuchaba una y otra vez
desde las escaleras de aquella cabaña.
Y sentía, a veces, unos brazos que me rodeaban por detrás.
Decían que querían desaparecer
llevándose todo lo que cogiesen por el camino.
Y ojalá me hubiesen llevado.
Tardes de cielos anaranjados,
ropas mojadas y sueños a flote.
Caía la noche y escuchaba tu risa.
Jugábamos como niños pequeños
a polis y cacos.
Pero ninguno se salvó de la odisea.
Cuando te quedabas callado,
recorría tu cuerpo en busca de algún trazo
que me dijera algo más de ti.
Siempre tenía que pedir explicaciones.
Tú ni pedías permiso,
ni preguntabas por lo que ya estaba antes de ti,
creabas nuevos colores que le dieran la vuelta
al significado de las cicatrices de mi piel.
"Ten cuidado, chico...
que te vas a enamorar".
Una melena blanca escondía
los ojos de la experiencia.
Te había visto sonreír desde que aprendiste a hacerlo
y sólo le hizo falta verte mirándome
para saber que,
esta vez,
había que poner en práctica
el protocolo de prevención.
Pero, ¿qué somos sin riesgo?
Si no conocimos otra forma de vivir
que no fuese arriesgar.
La velocidad me mareaba
y me agarraba más fuerte.
Sin miedo a perderte,
pero sabiendo que tampoco te iba a tener por mucho tiempo.
"¿Por qué yo?"
A veces hacías preguntas estúpidas.
Sólo tenías que acercarte
y sentir mi adrenalina.
Y entenderías por qué tú.
Pero te dedicabas a quejarte de la arena en la ropa
y a decir que hacía frío a 25°C
sólo para sacarme de mis casillas.
Y juro que me sacaste del tablero
porque,
con alguien como tú,
supe desde un principio
que no necesitaba intentarlo...
siempre iba a ganar.
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