Llevo días escribiéndote
para soltar lo que siento
cuando no te puedo hablar
y, ahora que puedo hablarte,
me quedo sin palabras.
Siempre tuve qué decir
y ahora me enredo en tus silencios.
Callo y deseo escucharte
sin decir absolutamente nada
por toda una eternidad.
Me gusta escucharte también cuando hablas.
Cuando cantas más alto de lo que piensas.
Cuando te quejas con voz de niño pequeño.
Cuando te ríes después de hacerme rabiar.
Las pequeñas cosas que han logrado
que yo cierre la boca
y calle.
Siempre hablé de más
para impresionar,
para sentirme segura,
para romper incomodidad,
para no escuchar lo que no quiero escuchar.
Y ahora callo.
Y te oigo,
y te escucho,
y me sorprendo a mí misma
amando,
de repente,
la calma.